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Manuel Fernández-Cuesta

La venganza del dragón

Cuentan que los dragones vivían tranquilos, dedicados al estudio de la astronomía, el vuelo sin motor y la música polifónica. Pacíficos animales alados, conocedores de la sintaxis y el ars amandi (si acaso no es lo mismo), su sistema de propiedad común -una especie de socialismo fabiano– y la moderna legislación social que se habían otorgado garantizaban la igualdad y armonía. De repente, sin mediar causa, un dominico italiano, obispo de Génova, alteró su existencia. Dicen las crónicas -escritas, como todas, desde la victoria- que entristecían los días de lluvia, comían fruta y fuego, devoraban vírgenes ágrafas, se reunían en akelarres (otras fuentes hablan de Asambleas Populares) y criticaban los preceptos morales del Todopoderoso. Discretos y amables con los lugareños, excelentes oradores, eran contrarios al uso de la fuerza. Sin embargo, pese a su natural bonhomía, recibieron con indignación las mentiras del mencionado religioso, Jacobus de Voragine, alias Santiago de la Vorágine, tonsurado individuo que -sin vergüenza ni rigor científico- los retrató como bestias sedientas de sangre y aliados del diablo en la Legenda Sanctorum o Legenda aurea (ver el episodio de san Jorge y el dragón), uno de los best-sellers del siglo XIII. Humillados y ofendidos, cambiaron de hábitos siendo, desde entonces, huidizos, irritables y abstencionistas. En el siglo XIX, con el auge del anarquismo, se les denominó “terroristas”. En la actualidad son asociados con grandes redes criminales. El 23 de abril, Día de Aragón y fiesta mayor en Olmedo de Camaces (Salamanca), se festeja, en Cataluña, Sant Jordi o Día de los enamorados. Ellas reciben una rosa transgénica y ellos, quizá menos afortunados, un libro (también transgénico). Pese al rumor, esta nota niega que los dragones sean responsables -sería cruel venganza- de la calidad de los libros circulantes.